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Delibes: el hombre, el campo y la palabra

El pasado 17 de octubre, se cumplieron 100 años del nacimiento de Miguel Delibes. Con motivo de este aniversario, se han desarrollado numerosas iniciativas que han tenido por objetivo recordar la vida y trayectoria del célebre vallisoletano. Una de las más destacadas ha sido la exposición comisariada por Jesús Marchamalo e impulsada por la Biblioteca Nacional de España. Delibes ocupó su trayectoria profesional como catedrático de Derecho Mercantil, caricaturista, periodista, escritor y miembro de la Real Academia Española. Aunque sería injusto definir su relevancia tan sólo por su currículum vitae porque el valor de su aportación y trascendencia es -indudablemente y a pesar de haber sido prolijo en su creación- más cualitativo que cuantitativo.

Como se suele dar de forma recurrente en los grandes, el prestigio no fue para él la motivación central en su existencia, sino más bien el fruto de la manera en que entendió la misma. Desde su ingreso en El Norte de Castilla, firmando sus caricaturas y dibujos de personalidades de la época bajo el pseudónimo de MAX, todo su ascenso tuvo apariencia de casualidad. Aunque lo cierto es que era más una causalidad fruto de un gran sentido de la laboriosidad. Su segunda etapa como redactor en el diario castellano fue clave para su posterior éxito como escritor pues resultó ser un período de provechoso aprendizaje, según afirmó el propio Delibes. Siempre entendió que el hecho de haber tenido que desarrollar las más diversas tareas, escribiendo sobre temáticas variadas, con el rigor y concreción que exigen el lenguaje periodístico, le había ayudado sobremanera a perfeccionar sus habilidades en el uso de la palabra.

No obstante, si bien estos años contribuyeron decisivamente al perfeccionamiento de su técnica, el impulso definitivo para adentrarse en la literatura- primero como lector y, más tarde, como escritor- le llegó de su mujer, Ángeles de Castro, a la que siempre agradeció públicamente este hecho. Con ella contrajo matrimonio en 1946, iniciando así una etapa particularmente intensa. Tan sólo un año más tarde, obtuvo el Premio Nadal por su primera novela La sombra del ciprés es alargada. Gracias a este reconocimiento, irrumpió con fuerza en el panorama editorial y se posicionó en un lugar de referencia del que ya nunca se apeó. En esta ópera prima ya mostró preocupación por dos cuestiones que fueron centrales tanto en su recorrido vital como en su corpus literario: la melancolía y la muerte. Lejos de abandonarse a la tentación de crear mundos imaginarios y llenos de fantasía, encontró -entre el realismo y el existencialismo- el lugar idóneo para centrar el foco de sus textos. Se daba la circunstancia de que conocía a la perfección el entorno, los modos de vida, pensamientos y anhelos de las personas más diversas y, particularmente, de las más humildes. Por ello sus descripciones, de lenguaje preciso y rigor casi notarial, siempre se instalaron entre la prosopografía y el retrato, lejos de la caricatura.

Entre el momento en que recibió este primer galardón y 1950, nacieron sus hijos Miguel, Ángeles, Germán y Elisa y publicó Aún es de día (1948) y El camino (1950). En este último título abordó como tema de fondo la problemática que suponía el fenómeno del éxodo rural y el cambio de vida que el abandono de los pueblos suponía para las gentes del campo. Desde 1953 hasta 1959, su ritmo de publicaciones es cada vez más frecuente, llegando a lanzar una obra por año. Por otro lado, tienen lugar tres hitos como son la obtención del Premio Nacional de Narrativa por Diario de un cazador (1955), el nacimiento de su hijo Juan (1956) y su nombramiento como director de la misma cabecera en la que años antes había entrado como caricaturista.

En la década de los años 60, nacen sus hijos Adolfo y Camino y publica dos títulos en los que se reafirma en su compromiso sincero con Castilla y sus gentes: Viejas historias de Castilla la Vieja (1960) y Las ratas (1962). En esta última, el autor retoma la senda iniciada tímidamente en El camino, de la que un tiempo más tarde se realizaría una adaptación cinematográfica bajo la dirección de Ana Mariscal, y profundiza en la realidad del medio rural cada vez más abandonado. Se descubre así en él otra virtud que únicamente el paso del tiempo nos está permitiendo valorar en su justa dimensión: una capacidad especial para anticiparse a las preocupaciones de la gran masa social sobre cuestiones referentes a la conservación del entorno natural y la España más profunda. Por este texto, recibió el Premio de la Crítica. Aunque, sin ningún género de dudas, su mayor éxito lo logró con la que para muchos analistas de su obra ha sido su capolavoro: Cinco horas con Mario. Este monólogo es hoy en día una de las obras de las que se han realizado más representaciones.

Pero no todo fueron satisfacciones. En 1963, se vio obligado a abandonar la dirección del periódico debido a las continuas discordancias con la censura y, más concretamente, con Manuel Fraga que -en ese momento- ocupaba la cartera de Información y Turismo en el Gobierno de Francisco Franco. Sin embargo, diez años más tarde, en 1973, dos reconocimientos repararán la herida: el ingreso en la Hispanic Society of América y su designación como miembro de la Real Academia Española. No pronunció su discurso de ingreso en la RAE, titulado El sentido del progreso desde mi obra, hasta 1975 -meses después de que falleciera su esposa en 1974-. Este hecho marcó decisivamente su vida y, según quienes le trataron, contribuyó a acentuar aspectos de su carácter como cierta hosquedad, si bien nunca abandonó un tono profundamente humano.

Precisamente de la pérdida de Ángeles nació Señora de rojo sobre fondo gris, publicada en 1990. Su actividad dentro de la academia estuvo marcada por un profundo interés y una tan intensa como extensa actividad de estudio de todo lo concerniente al lenguaje propio de la naturaleza. Siempre se mostró como un gran enamorado de esta cuestión y, al igual que Félix Rodríguez de la Fuente -a quien le unía una sincera amistad- fue tan gran cazador como activo conservacionista. Dos términos que a priori pueden parecer contradictorios pero que pronto se descubren como complementarios si ahondamos en las razones que sustentan la cuestión cinegética. Encontró en Sedano (Burgos) el lugar en el que calmar sus angustias y hallar el preciado silencio para todo autor, si bien también vivió momentos de gozo familiar. A finales de los 70, publicó El disputado voto del señor Cayo, novela con cierto aire satírico que refleja a la perfección el momento social que se vivía y que, involuntariamente, se convirtió también en un símbolo cultural de la Transición.

Ya en los años 80, mientras La Movida Madrileña agitaba los resortes culturales y sociales planteando nuevas formas, modos y expresiones, Delibes seguía instalado con gran firmeza en su ética argumental. Buena prueba de ello fue la publicación de Los Santos Inocentes en 1981, obra que también fue llevada al cine y de la que se recuerda una magistral interpretación de Paco Rabal en el papel de Azarías.

Distintos reconocimientos se suceden en estos años: Premio Príncipe de Asturias de las Letras, Premio de las Letras de Castilla y León, Premio Nacional de las Letras Españolas y Premio Cervantes. Además, es investido doctor honoris causa de la Universidad de Valladolid y Caballero de las Artes y de las Letras de la República Francesa. Su última obra, El hereje, publicada en 1998, obtuvo el Premio Nacional de Narrativa y supuso el broche de oro de una carrera inigualable.

La verdadera relevancia de cuanto desarrolló, su auténtica seña de identidad y rasgo diferenciador, fue el compromiso sincero e inquebrantable que siempre mantuvo con las gentes más débiles -y, a menudo, olvidadas- y con su tierra castellana. Quizás por ello y por el hondo sentido de la fe y la fidelidad que siempre demostró -íntegro en el pensar y en el vivir- sus paisanos le rindieron numerosas muestras de afecto y reconocimiento tras su fallecimiento en 2010 y un grito unánime y repetido quedó para siempre en la eternidad: “¡maestro!».