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Tamara Rojo se despide en el Liceu con una actuación inolvidable

Una intensa y sentida ovación, con todo el público del Gran Teatre del Liceu en pie, desde la abarrotada platea hasta el último piso, ha agradecido a Tamara Rojo la magistral actuación con la que este sábado se ha despedido de los escenarios.

La interpretación que la más internacional de las bailarinas españolas ha ofrecido este sábado del personaje principal de «Giselle» ha sido la última de su carrera en España.

Tal como ella misma ha anunciado en varias ocasiones, Rojo quiere centrarse a partir de ahora en la dirección artística y escénica, y «Giselle», que viajará próximamente a Nueva York y París, es su despedida de los escenarios.

Aunque no quiere dar demasiada importancia a esta despedida, que califica de «algo natural» tras una larga y muy exitosa carrera como bailarina, ha elegido para el adiós una pieza con la que se siente especialmente implicada y reflejada.

«Es mi legado», dijo el pasado jueves, y este sábado el público ha podido comprobar que es un legado conmovedor y una obra maestra que deja poso.

«¿Pero por qué se retira?. No lo puedo entender», le decía una joven a su madre a la salida del Liceu. Y es que una Tamara Rojo en estado de gracia ha regalado hoy al público una interpretación llena de fuerza y matices.

Su perfección no ha sido la única que ha brillado sobre el escenario, porque la expresividad de los movimientos de Rojo ha ido acompañada de la fuerza del conjunto.

La coreografía oscura y vibrante de Akram Khan ha conmovido a los espectadores y ha permitido que Tamara Rojo diera lo mejor de sí misma.

El británico ha trasladado la acción de la Alemania medieval del clásico a una zona industrial contemporánea indeterminada, que podría ser el Manchester del final del siglo XIX o el Bangladés actual.

Los aldeanos del original son aquí trabajadores explotados o inmigrantes desesperados, que chocan contra un sobrecogedor muro gris que les separa del mundo de los privilegiados.

Un muro que golpean al principio de la obra los más de 30 intérpretes en escena y que, cuando finalmente se abre, no les acoge, sino que les genera más dolor.

La magnífica escenografía y vestuario de Tim Yip dibujan un mundo apocalíptico, en el que Giselle no es la inocente doncella del clásico, sino una mujer luchadora que se enfrenta a los poderosos y paga por ello.

Cuando descubre la traición del padre del hijo que lleva dentro, es engullida por un mar de cuerpos, en un remolino del que sale inerte, como los cadáveres que llegan a las costas del Mediterráneo cuando naufragan pateras.

Esta historia tan contemporánea va de la mano de una coreografía que fusiona danza clásica, contemporánea y kathak, y de una partitura extraordinaria compuesta para la ocasión por Vicenzo Lamagna, basada en la original de Adolphe Adam.

Hay melodías que se pueden reconocer, como la del inicio del segundo acto, cuando Mirta, la reina de las Willis, baila al son de un tema igual al de Adolphe Adam, pero en una tonalidad diferente que le da un giro más tétrico.

Pero en conjunto, Lamagna ha creado una composición nueva, marcada por la envolvente fuerza de percusión, que hoy ha interpretado la Orquestra Simfònica del Gran Teatre del Liceu.

Las tenebrosas luces de Mark Henderson ponen la guinda a un montaje, en el que Giselle y Mirta son una misma persona, pero con miradas opuestas sobre la vida, y las Willis son un ejército de espectros dispuestas a vengar a las víctimas del patriarcado.

Una revisión del clásico que ha aunado hoy en un mismo aplauso a los aficionados más puristas y a los nuevos públicos.